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Exhibicionistas y voyeurs

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La noche nos había envuelto en el salón de la gala, un torbellino de trajes oscuros y vestidos que susurraban al rozarse. Fue en un rincón, entre el murmullo de las copas y el eco de una orquesta suave, donde ellos aparecieron: él, con un traje negro, impecable, ella, envuelta en un vestido gris marengo que se ajustaba perfectamente a los secretos de su anatomía. Nuestras miradas se encontraron por azar, un destello fugaz que podría haber muerto ahí. Pero no lo hizo. 

Él se acercó primero, con una broma sobre el champán que nos hizo reír, mientras ella observaba desde atrás, los labios curvados en una media sonrisa que invitaba y desafiaba. Respondimos, titubeantes, sin saber si era cortesía o algo más. Las charlas triviales se alargaron, y el espacio entre nosotros empezó a encogerse. Un roce de hombros al brindar, una mirada que se sostenía un segundo de más. ¿Era imaginación? Dudé, buscando en los ojos de Mrs. T, mi mujer, una respuesta.

Bailamos, rozándonos con ellos, el calor de los cuerpos fundiendo las distancias. Ella me rozó al girar, un contacto eléctrico, un chispazo en la piel, y él te guiñó un ojo mientras su mano deslizaba por la cintura de su pareja, un gesto tan seguro que parecía ensayado. ¿Flirteaban? ¿Nosotros también? El alcohol nos soltaba las amarras, liberando los cuerpos, pero la mente seguía un juego de adivinanzas. Había algo en ellos, una soltura magnética, un dominio del espacio que nosotros, Mrs. T y yo, apenas vislumbrábamos. Nos mirábamos de reojo, buscando respuestas a nuestras dudas... 

Entonces, como si hubieran detectado el instante en que nuestra curiosidad bajó la barrera de la cautela, se acercaron. Fue un movimiento fluido, natural, como si supieran que el ambiente estaba listo, que el morbo había florecido en nuestras mentes. Mi pulso se aceleró, no por miedo, sino por esa mezcla de interés y vértigo que te empuja al borde de lo desconocido. Mrs. T, a mi lado, soltó una risita nerviosa, y supe que ella también lo sentía: la atracción por lo que prometían, el cosquilleo de participar en un juego sin reglas claras.

“¿Por qué no venís con nosotros?”, dijo él de pronto, señalando el ascensor con un vaso en la mano, su voz cortando el aire con una naturalidad sospechosa. “El minibar de nuestra habitación es mucho más tranquilo…” Ella sonrió, ladeando la cabeza, y sus ojos se clavaron en los míos, descifrándome. Era una oferta envuelta en calma, pero cargada de una promesa que apretaba el estómago y hacía dudar a las piernas entre seguir bailando o ir hacia ese ascensor.

Un nudo se formó en mi garganta. Miré tus pupilas, dilatadas por la bebida y algo más, y supe que lo sentías también: esa mezcla de nervios y curiosidad. ¿Era una trampa? ¿Una broma mal entendida? 

Ella se acercó, sus dedos rozando mi brazo mientras susurraba: “No mordemos, tranquila”. Su risa era cálida, y de pronto, entre el vértigo y el deseo, la confianza empezó a cuajar. Asentimos, casi sin hablar, como si el silencio sellara un pacto. 

El ascensor subió lento, un zumbido que amplificaba los latidos. Él apoyó una mano en la espalda de ella, y ella me miró de reojo, un brillo travieso en los ojos. Tú y yo nos rozamos las manos, buscando anclarnos en lo conocido mientras lo desconocido nos tiraba como un imán. Las puertas se abrieron en la Planta 5, y allí estaba su suite, esperándonos. “Pasad”, dijo él, con una voz que ya no escondía intenciones. Cruzamos el umbral, entre risas ebrias y un temblor que ya no era solo de duda, sino de certeza: lo que fuera a pasar, lo queríamos. 

Su habitación era parecida a la nuestra. Junto a la ventana, un sofá inmenso que invitaba aalgo más que a sentarse; frente a él, una mesa baja flanqueada por un par de butacas. En el centro, la cama, custodiada por mesillas minimalistas. Al otro lado, un mueble albergaba el minibar y una pantalla plana en la que se proyectaba un acuario.

Ella nos señaló el sofá con un gesto cómplice. "Poneos cómodos".

"Yo me encargo de la bebida", interrumpió él, deslizándose hacia el minibar con esa seguridad que ya nos tenía atrapados.

El eco del hielo al caer en los vasos sonó como un eco que reforzó la tensión que flotaba entre nosotros.  Sin preguntarnos, vertió en ellos Baileys Chocolate Luxe. Los dos primeros eran para nosotros. El siguiente era para su mujer, que estaba sentada en una de las butacas. Al dárselo, ella lo atrapó por la corbata, atrayéndolo hacia sí, y dándole un beso lascivo, un choque de lenguas que llenó el aire. “Gracias, cariño”, murmuró, causando un efecto hipnótico, por inesperado, en nosotros... 

Regresó al minibar a por la última copa... Echó un trago, puso algo de música en la pantalla y se aproximó a donde estábamos. Antes de sentarse, la besó, acompañado el baile de lenguas efusivas con la incursión de la mano libre del vaso bajo su vestido, entre las piernas de ella, dándose tiempo para manosear pausadamente y en círculos sus partes íntimas. Clavamos los ojos en ellos, hipnotizados. Nos miramos. Mrs. T. soltó un "guauu"... acompañado de una risilla pícara, que provocó que mi pulso... y mi polla se inflamasen. 

Los cuatro, frente a frente, seguimos bebiendo, charlando, con la excitación a flor de piel tras lo que acabábamos de ver, sin descifrar aún las reglas de aquel juego.

En medio del silencio cargado de electricidad, ella se levantó lentamente, con una sonrisa que prometía travesuras. Se acercó a Mrs. T, que la miraba con una mezcla de curiosidad y deseo.

"¿Jugamos a algo?", preguntó con un tono provocador. "Algo que nos haga entrar en calor".

Mrs. T asintió, con los ojos brillantes. "Me gusta cómo suena eso".

"Cariño, ¿me prestas tu... copa?", le dijo a su marido.

La cogió y le dijo... "Ahora siéntate en el borde de la cama"... Cuando lo hizo, para nuestra sorpresa, colocó el vaso justo entre su entrepierna. Y con una sonrisa pícara, retó a Mrs. T:

"Ahora, intenta beber... pero sin usar las manos".

Mrs T. aceptó el reto. Se incorporó del sofá con una gracia felina. Se acercó al borde de la cama,  con sus ojos fijos en la copa que descansaba peligrosamente cerca de su entrepierna. Sus movimientos eran lentos y deliberados, como si cada paso estuviera cargado de intención. Con un movimiento fluido, se arrodilló, y se inclinó hacia adelante, ladeando la cabeza para que su melena no interfiriese en la acción... 

Desde atrás la estaba viendo, reclinada hacia adelante, sujetando la melena, marcando sus sugerentes curvas bajo el vestido… Cualquiera la que viese así creería que realmente se la estaba chupando. 

- Sin usar las manos, le recordó a Mrs. T.

Y sin usar las manos, acercó los labios al borde de la copa.  La tensión en la habitación era palpable. Con un pequeño movimiento de cabeza, logró inclinar la copa lo suficiente como para que el líquido rozara sus labios. Bebió lentamente, saboreando cada gota, mientras el líquido resbalaba por su barbilla y caía sobre su piel. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, una mezcla de excitación y nerviosismo. La escena era tan erótica que me costaba creer que estuviera sucediendo de verdad.

"Tu marido es delicioso", murmuró Mrs. T, con una sonrisa pícara, devolviendo la copa vacía a la otra mujer. 

"Ahora, mi turno de subir la apuesta". Se incorporó y se acercó a mí 

Con una seguridad que me dejó atónito,  desabrochó mi pantalón. "¿Pero qué haces?", murmuré, incómodo y a la vez intrigado, mi voz temblando entre el pudor y la incertidumbre. Ella me miró, sus ojos brillando con picardía, y susurró: "No seas tímido, Manolo, déjate llevar...".

A pesar de la vergüenza inicial, acepté el juego, mi cuerpo reaccionó con una intensidad que superaba mis reservas. Mi miembro, expuesto y ansioso, reveló, para mi propia sorpresa, que quería jugar.  Y la otra mujer lo detectó... mirándome y mirándolo con una mezcla de curiosidad y deseo.

Mrs. T. tomó su copa de Baileys y, con una sonrisa provocadora, dejó que el licor resbalara lentamente sobre mi punta. Un escalofrío me recorrió, la inesperada frialdad del líquido contrastando con el calor de mi excitación. 

"Ahora", dijo Mrs. T, con una sonrisa traviesa, dirigiéndose a la otra mujer, "bebe; pero recuerda, no puedes usar las manos".

La otra mujer asintió, sus ojos fijos en mí, aceptando el desafío con una mirada ardiente. 

Se acercó despacio, se inclinó, y sus labios rozaron mi piel. Un gemido escapó de mi garganta, una mezcla de placer y anticipación. Mrs. T. vertía el Baileys gota a gota, y ella lo lamía con deleite, cada roce un torrente de sensaciones. La intensidad era tal que luchaba por no sucumbir al placer ahí mismo.

Cuando terminó, se enderezó, lamiéndose los labios aún brillantes por el licor, y soltó, con una voz cargada de provocación: "Tu marido sí que es delicioso".

Él, que había observado todo en silencio, comenzó a desabrocharse la camisa, y lanzó, directo: "¿Y si intercambiamos?".

—"No, es demasiado para esta noche.", respondió Mrs. T un poco apurada, viendo que las cosas estaban llegando demasiado lejos... y demasiado deprisa. Su negativa me golpeó, como una puerta que se cierra. Buscó mi mirada, pidiendo apoyo, y asentí, comprensivo. Sus límites eran sagrados para mí, aunque una chispa de decepción me arañó por dentro, fugaz y silenciosa. Mrs. T era un enigma: le fascinaba el morbo, orquestar el juego, dejar que yo me rindiera a sus provocaciones. ¿Acaso no me había desnudado ella misma, ofreciéndome a los labios de aquella mujer con una sonrisa traviesa? Y, sin embargo, ahí estaba su contradicción, tan viva como su pulso: me entregaba al placer de otra, pero se guardaba para sí misma, exigiendo que esa noche cada uno lo hiciese con su pareja. 

“Pero…”, añadió Mrs. T., con una sonrisa traviesa que encendía el aire, “eso no significa que no podamos jugar un poco más”. Sus ojos chispearon con una idea viva. “Tengo un juego en mente: exhibición pura, miradas que atan deseos. Dos escenarios, dos danzas paralelas unidas por los ojos. Nos mostraremos sin pudor, exploraremos nuestra piel y nuestro fuego, sabiendo que nos miran, que nos desean. Susurraremos al oído nuestras fantasías, desnudaremos pensamientos mientras nos entregamos al placer”. 

La otra mujer captó el juego al instante. “Un intercambio… pero solo de palabras”, dijo, con un brillo cómplice. 

“Y de pensamientos”, apostilló Mrs. T., su voz un susurro afilado. “La obra completa la dejamos para más adelante… cuando nos conozcamos de verdad”. 

Joder, él y yo sentimos un pinchazo de decepción, una resignación silenciosa ante el pacto de ellas. Queríamos más, pero tocaba ir despacio, y lo aceptamos.

Y poco a poco, la habitación se volvió un torbellino de gemidos y carne al descubierto. 

Ellos, con más experiencia en estas lides, se arrojaron a un polvo feroz, él hundiéndose en ella mientras sus tetas temblaban al compás, con los ojos clavados en nosotros. 

Mrs. T. se quitó las bragas, se levantó el vestido y se encaramó sobre mí. Estaba aún un poco cortada... y no quería mostrarse totalmente desnuda. Su coño húmedo envolvió a  mi polla tiesa, y me cabalgó despacio. 

Ellos no tenían tantos remilgos... se estaban follando duro... jadeando intensamente. Y cada jadeo suyo, cada curva expuesta, nos prendía más. 

“Esto hay que grabarlo”, susurró Mrs. T., con aliento entrecortado, señalando el móvil. 

Él detuvo sus acometidas, y con la polla totalmente empalmada, se levantó y rebuscó en el equipaje y sacó 4 máscaras que nos colocamos entre risas fugaces... Era evidente que venían preparados... 

“Vamos a grabar.. pero con los cuatro móviles”, dijo Mrs. T., su voz vibrando con un filo nuevo. 

Ella los colocó uno a uno: los nuestros en las mesillas, para grabarles a ellos desde delante; los de ellos en la mesa y sobre el minibar, para grabarnos a nosotros. Serían cuatro ojos silenciosos que nos contemplarían desde todos los ángulos, registrando nuestra pasión enmascarada. 

Cuando finalizó, Mrs. T. se acercó al sofá, sobre el que estaba tendido con los pantalones desabrochados y volvió a encaramarse sobre mi. Liberada de ataduras por la máscara y el Bayleys, aceleró, sus caderas marcando un ritmo más osado, y tras girar su cabeza para verlos, me dijo con voz alto: “Mira cómo follan, me pone tanto… esa polla entrando tan duro, joder, me enciende”. Sus palabras, crudas y ardientes, avivaron mi fuego, y noté cómo también les calentaban ellos. Y ellos respondieron... 

Ella se arqueó más, sus tetas saltando con cada embestida, y él gruñó, devorándonos con ojos hambrientos tras la máscara. El aire chispeaba de morbo eléctrico —sus curvas expuestas, mi polla hundida en ella, todo a la vista pero intocable—. Un gemido más alto, suyo o mío, resonó, un lazo invisible que nos ataba sin mezclarnos. 

Mrs. T. soltó una risita jadeante, sus manos apretándome con fuerza, y algo volvió a mirar hacia ellos. “Esa polla… cómo la clava, me vuelve loca”, murmuró, muy alto ahora, sin filtro, los ojos brillando tras la máscara. La timidez se desvanecía: se irguió sobre mí, el vestido subiendo más, dejando entrever sus muslos temblorosos. Se movió con descaro, cabalgándome con un vaivén que hacía temblar sus tetas bajo la tela, y giró la cabeza para mirarlos fijamente, bebiéndose cada detalle. 

“Follad más duro”, les soltó, una orden suave pero cargada, y ellos obedecieron, él acelerando con un gruñido ronco, ella gimiendo sin freno. Mrs. T. se mordió el labio, su coño apretándome más, y susurró para mí: “Me pone que nos vean, que graben cómo te follo”. La confianza le brotaba en cada gesto —las manos soltando mi pecho, el vestido cayéndose de un hombro, la risa mutando en un jadeo puro—. Los cuatro móviles, ojos inmóviles, nos observaban, inmortalizando su desinhibición, y el calor entre nosotros se volvió insoportable, un juego de espejos donde todos ardíamos. 

El clímax nos alcanzó como una ola compartida. Mrs. T. tembló sobre mí, su coño apretándome mientras un grito roto se le escapaba, y yo exploté dentro de ella, el placer estallándome en las venas. Al otro lado, sus gemidos se sincronizaron: él se hundió una última vez, gruñendo profundo, y ella se deshizo, las tetas temblando en un espasmo final, los cuatro realimentándonos en una corriente de éxtasis. 

Exhaustos, nos levantamos, máscaras aún puestas, y nos fundimos en un abrazo a cuatro, desnudos, sudorosos. 

Noté cómo Mrs. T. se estremecía al rozar su polla, aún empalmada contra su muslo, un chispazo que la hizo jadear bajito. Nos separamos, riendo entre jadeos, y nos vestimos en un silencio cargado. 

“Os llamaremos”, dijo él, guiñando un ojo, y Mrs. T. asintió, su sonrisa prometiendo más. “Para continuar”, murmuró, y supe que esto era solo el primer acto.


C’est la vie…

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Es un juego sin tregua, sin opción que escoger.

Es una amante apasionada y cruel…

Que te envuelve en su danza, que te seduce,.. 

que te arrastra… que te ata… que te hace caer…

Vivirla es abrazar sus contradicciones y aceptarla tal cual es.

Porque ella no cambia, ni cede… siempre lo haces tú.

C’est la vie…

Quizás llegue un día, cuando menos te lo esperes, 

el que te muestre una luz… en el que te seduzca con una melodía 

que despertará en ti una emoción… 

un sentimiento... un deseo…

que avivará la llama en tu corazón…  

y que erizará tu piel… ansiosa por vibrar, otra vez, de placer.

Tía chunga…

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La primera vez que la vi, algo en mi cabeza dijo: “Esto es un error”. Sabía que era una locura. Mis prejuicios me gritaban que una mujer así sólo me traería problemas. Pero no sé si es por la curiosidad, o por ese impulso idiota de probar lo prohibido, me las arreglé para quedar con ella.

Fue en un café, en Torrelodones. Llegó tarde. No me importó, esa vez. Se acercó a la mesa, con un aura de magnetismo que me atrapó silenciosamente. Se sentó enfrente… no dijo nada. Sus ojos prometían problemas… y su sonrisa los confirmó. 

No tardé mucho en darme cuenta de que era vehemente, contradictoria, jodidamente desconcertante… una tía chunga… pero que, por suerte, carecía de los repentinos problemas morales de mi penúltimo error. Su carácter era un campo minado: podía ser puro fuego, sugiriendo todo tipo de obscenidades, excesivas para un primer encuentro, y al segundo, un muro de hielo insípido que te hacía preguntarte si su cabeza estaba averiada o se había cortocircuitado. 

Pero todo lo compensaba cuando sonreía…  y cuando se liberaba de sus pajas mentales…Y en uno de esos momento de lucidez, quizás porque ya se sentía cómoda y más confiada, se quitó la chaqueta y, girando el torso, la colocó sobre el respaldo de la silla. Fue en ese momento cuando su blusa se abrió fugazmente, dejando entrever la suave promesa de sus voluptuosas curvas, un atisbo de piel que capturó mi mirada y aceleró mi pulso. 

No sé si fue consciente del efecto que provocó… O tal vez sí, a juzgar por la chispa fugaz en sus ojos… El caso es que en ese instante desató un huracán en el que yo, contra todo el sentido común que nos es propio en los Libra, ya sólo quería meterme de lleno.   

Y nos metimos, de cabeza y sin frenos, en un lío que sabíamos que tarde o temprano iba a doler… Pero, ¿qué cojones?, la vida si no duele no es vida… y hay que vivirla, porque quizás no haya un mañana, un otra vez, o un después. 

Ambos éramos consciente de que lo nuestro sería clandestino desde el principio, un secreto que ninguno de los dos podemos permitirnos, pero que tampoco queremos evitar. Porque no necesitamos compañía vertical, ni noches enteras, ni promesas susurradas al amanecer e incumplidas al mediodía. Nos basta con poco… con un encuentro furtivo, arrancado a través de las grietas del tiempo y del espacio que rodea nuestras vidas. 

Y ahora estoy en uno de ellos, escribiendo estas líneas durante uno de los tedios que separan nuestros episodios de pasión, desde un motel en las afueras…
No sé cómo acabará esto…. ni quiero saberlo. 

Adentrándose en lo desconocido...

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(viene de aquí)

Intento recuperar el aliento...  El aire huele a sexo, sudor y perfume, mezclado con el ambientador floral del motel, que pretende ocultar los rastros de pasiones pasadas...

Giro la cabeza y la veo, tumbada a mi lado, Su cuerpo desnudo reluce bajo la luz mortecina de la lámpara. Su cabello moreno, revuelto, cae en ondas desordenadas sobre sus hombros, y su piel, aún cálida y ligeramente pegajosa, brilla con un resplandor que me hipnotiza. Hace apenas unos minutos, me tuvo aullando de placer bajo ella, su cuerpo moviéndose con una ferocidad que me dejó temblando, exhausto, rendido. Ahora, los dos estamos en pausa, atrapados en ese silencio pesado del tedio que sigue a la pasión.

Tras unos minutos de quietud, ella se incorpora, poniéndose de lado, apoyándose en un codo. Sus ojos me recorren con una intensidad que me pone en alerta. Una sonrisa traviesa curva sus labios, prometiendo más, siempre más.

¿Tardas mucho en recuperarte?—pregunta, su tono burlón, provocador.

A ver… no soy un veinteañero. Necesito mi tiempo—respondo, medio en broma, medio en serio, sintiendo aún el cansancio en los músculos.

Bueno… pues habrá que hacer algo al respecto—dice, y su voz tiene ese tono de mando que no admite réplicas.

Y antes de que pueda decir nada, se estira hacia la mesita de noche y abre un cajón del que saca una botella de aceite de almendras que no tengo ni idea de quién la puso ahí. Me quedo inmóvil, todavía exhausto por el polvo anterior, esperando que sus manos vengan a mí. Pero no. En lugar de eso, vierte el aceite en sus palmas, lo calienta con un roce lento y deliberado, y comienza a masajearse a sí misma.

Sus manos resbalan por sus tetas, apretándolas con una obscenidad descarada. Sus dedos rodean sus pezones, endurecidos, pellizcándolos ligeramente hasta que un gemido suave escapa de sus labios. El aceite brilla sobre su piel, resaltando cada curva, cada movimiento. Desliza las manos por su abdomen, trazando círculos lentos, provocadores, antes de bajar más. Sus dedos se aventuran entre sus piernas, abriendo sus labios de su coño con una caricia que me derrite. Se acaricia el clítoris con una lentitud torturadora, y, tras pellizcarse un pezón con la otra mano, introduce dos dedos en su sexo, gimiendo mientras su cabeza se inclina hacia atrás. El sonido húmedo de su placer llena la habitación, y mi respiración se acelera.

Mis ojos están atrapados en la forma en que su cuerpo responde, en la manera en que masajea sus tetas y aprieta sus pezones, en cómo sus dedos entran y salen de ella con una cadencia que me hipnotiza. A pesar del cansancio, mi cuerpo reacciona, y despierta una erección con una urgencia que no esperaba. Ella lo nota, por supuesto. Sus ojos se fijan en mi polla, cada vez más dura, y su sonrisa se ensancha, satisfecha, como si hubiera planeado cada segundo de esto.

Túmbate boca abajo—ordena, su voz baja, cargada de autoridad.

Obedezco sin pensarlo, casi por instinto, apoyando mi pecho contra las sábanas arrugadas de la cama. Mi corazón late con fuerza, y una corriente de anticipación recorre mi cuerpo, aunque no tengo ni idea de lo que viene. Sus manos, cálidas y resbaladizas por el aceite, comienzan a deslizarse por mi espalda, masajeando con una lentitud deliberada que me hace estremecer. Cada roce es preciso, como si estuviera midiendo mi reacción, desarmándome poco a poco. Sus dedos bajan, rozando mis nalgas con un descaro que me pilla desprevenido. Mi respiración se entrecorta, y sin darme cuenta, separo ligeramente las piernas, cediendo al impulso de facilitarle el camino.

Sus manos no titubean. Continúan su descenso, explorando mis muslos con una caricia que enciende mi piel… Sigue más abajo, hasta llegar a las pantorrillas, y vuelven a subir, lentas, implacables, para volver adentrarse entre mis muslos, rozando mis testículos con una intención alevosa que me arranca un ronco gemido. La sorpresa me atraviesa, un relámpago de placer mezclado con desconcierto. Mi erección, atrapada contra el colchón, palpita con una intensidad que casi duele, y ella suelta un "Mmm... buen chico" con tono de satisfacción, como si mi reacción fuera exactamente lo que había planeado.

Sus manos no se detienen y abren mis muslos con una insolencia que me deja expuesto, vulnerable. No pide permiso, no pregunta; simplemente actúa. No puedo verla, pero la imagino atenta a cada estremecimiento, cada sonido que se me escapa. Cada movimiento suyo parece diseñado para sorprenderme, para empujarme más allá de lo que esperaba, y yo, atrapado en su ritmo, no puedo hacer más que rendirme.

Ella intenta jugar con mis testículos, pero mi posición, boca abajo contra las sábanas, no le da mucho margen. Siento sus dedos tanteando, buscando, y un impulso me lleva a actuar: encojo ligeramente las rodillas, elevando las caderas lo justo para facilitarle el acceso. Mis huevos quedan ahora más expuestos, y la presión de mi erección contra el colchón se alivia, aunque no el calor que me quema por dentro. Sus manos aprovechan al instante, acariciando mis testículos y agarrando mi polla con no mucha delicadeza, lo cual me arranca un gemido gutural ahogado de placer.

Mis caderas se estremecen de placer y aprieto mis nalgas.  Ella sigue apretando, un poco más fuerte, como si quisiera medir mi reacción.  Con un hilito de voz le digo que vaya más despacio, porque si sigue así va a provocar que me corra... Ella, con un movimiento lento, poco a poco libera mi polla... e inclinándose hacia adelante me dice: “Mira qué cachondo y guarro te pones,” con un tono burlón...

entre mis muslos con la gracia de un arpista que acaricia las cuerdas de su instrumento. Es entonces cuando su dedo pulgar, con la audacia de un arpista que se aventura en una nota aguda, trazó un camino lento y deliberado, ascendiendo desde la base de mi polla, rozando la bolsa de mis testículos hasta detenerse en la entrada de mi ano. El gesto, tan intrépido como un cambio súbito en la armonía, desató un latigazo de estremecimiento que me atravesó el estómago, encendiendo cada nervio en una mezcla de alarma y fascinación. Mi cuerpo se tensa al instante, los músculos de mis muslos y glúteos contrayéndose como si quisieran proteger esa frontera prohibida. Sin embargo, una curiosidad oscura y morbosa se enrosca en mi interior, paralizándome, como si aguardara el próximo acorde de esa melodía inesperada.


Ella percibe mi reacción como un depredador que olfatea la sangre y sabe exactamente cuándo atacar. No hay un ápice de vacilación en sus movimientos, cada gesto impregnado de una seguridad que delata una práctica consumada, una maestría en el arte de explorar los límites del cuerpo masculino. Su dedo, resbaladizo por el aceite de almendras, roza el contorno rugoso de mi ano con una presión leve, casi juguetona, trazando círculos lentos y meticulosos que despiertan un cosquilleo prohibido, un estremecimiento que se siente tanto pecaminoso como liberador. Cada roce es preciso, como si estuviera mapeando mi piel, desentrañando mis resistencias con una paciencia que me desarma. 

Mis pulmones arden y mi mente se sumerge en un torbellino de contradicciones. Una voz interna me urge a detenerla, a retroceder ante esta invasión que parece demasiado directa, demasiado íntima para una primera vez. Pero mi cuerpo, traidor y desleal, no escucha. Mis músculos, que hace un instante estaban tensos, comienzan a relajarse, cediendo al ritmo hipnótico de sus caricias. Es como si reconocieran un placer que mi mente aún se niega a aceptar, un calor que se expande desde ese punto vulnerable y se enrosca en mi interior, susurrándome que me rinda. Mis glúteos, antes apretados en un reflejo defensivo, se suavizan, y siento cómo mi cuerpo, casi sin mi permiso, se abre a ella, invitándola a seguir. El contraste entre mi resistencia mental y la entrega física me sacude, atrapándome en una danza de deseo y temor que no sé cómo controlar.

Sus movimientos ganan intensidad, el roce de su dedo tornándose más firme, más deliberadamente insistente, como si estuviera descifrando los secretos de mi cuerpo con cada caricia. Cada círculo que traza, cada presión calculada contra el contorno de mi ano, desata chispazos de placer que recorren mi columna como descargas eléctricas. Es un cosquilleo que se expande, enredándose en mis entrañas, y llegando hasta todos y cada uno de los confines de mi ser. 

El tabú y el deseo libran una guerra silenciosa en mi interior: el pudor, esa voz temblorosa que me susurra que esto es demasiado, que debería resistirme, choca violentamente contra un morbo voraz que me consume, que me empuja a arquear las caderas, a ofrecerle más de mí sin pensarlo. Mis glúteos se elevan, en un movimiento instintivo, obsceno, casi suplicante, que traiciona cualquier intento de mantener el control. Mi erección, atrapada contra la sábana áspera, palpita con una urgencia tan dolorosa que siento que podría romperme, y un gemido bajo, gutural, casi animal, se escapa de mis labios, resonando en la habitación como una confesión que no puedo contener,

Y sin tener una respuesta a mi dilema, noto como ella se inclina, y con su aliento cálido rozando mi piel, me susurra al oído:

Voy a adentrarme en lo desconocido.

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